Oí que recordar es según su
origen volver a pasar por el corazón.
Pero eso significa sencillamente que lo que se recuerda pasa por esa víscera además de por la cabeza. Cuando lo que
se rememora son personas queridas nos empeñamos en dar otra dignidad a esos
recuerdos, una categoría aún más humana, más cercana, más viva. He oído y he leído “en mi
memoria no eres sólo un recuerdo” o “no te recuerdo porque nunca te olvido”,
como queriendo conceder una distinción a quienes recordamos. Se quiere expresar
que mientras los meros recuerdos son archivos que nos representamos, los
activamos con más o menos rapidez, desempolvándolos alguna vez y modificándolos
siempre, a algunas personas en cambio no es que las volvamos a pasar por el
corazón representándonoslas, sino que su presencia vive ahí de manera habitual
por algún motivo. Y nos constituye, nos marca con una seña de identidad. Más allá de lo que esto tenga de poético o de folclórico, se
me ocurren casos cotidianos de este fenómeno. Casos como cuando
tenemos precisamente que olvidarnos un poco o dejar de contar con “quien no recordamos”. Por ejemplo: cuando de manera natural ponemos el cubierto en la mesa para quien ya no
va a volver a comer con nosotros ni con nadie. O cuando naturalmente soñamos
que tenemos con esa persona una conversación en la que, de pronto, saca como
tema algo como “¿sabes que me he muerto?”. A mí me ocurre de vez en cuando con personas que perdí.
Hace poco he vuelto a ver esa
película que tiene a la memoria como protagonista desde el mismo título: Memento. Tatuarse los hechos recientes,
las novedades, para rememorarlos como advertencias y actuar con sentido a
partir de ellos. Además de las lecturas e interpretaciones más recurrentes de "Memento" (la
memoria al servicio de la supervivencia, la identidad construida sobre un flujo
de conciencia, los recuerdos como elementos selectivos que se construyen poniendo, quitando y
mudando, trayendo conexiones deseadas e indeseadas, los hechos no nos vienen tan hechos…), se me ha venido algo aún más
básico: que muchas vidas (no todas) se viven desde, por y para el recuerdo.
Como en la película, el cuerpo se reserva siempre un hueco para tatuarse un
recuerdo que siempre se espera. Eso no es solo lirismo barato, así es como
entiendo que es, por ejemplo, mi madre.
Y en sus
diarios de juventud además descubrí facetas de mi madre que habían permanecido
ocultas para mí durante años, aspectos íntimos de su persona, sentimientos
suyos hacia su hijos y su marido, anécdotas de niñez con sus hermanas y con su
hermano, con su propios padres y demás. Aquello se me reveló al principio enternecedor y luego,
sobre todo, un descubrimiento de la distancia que me separaba de mi propia
madre. Me dije “qué suerte no haber esperado a que ella no esté para empezar a
leerlo”. Y sobre todo qué suerte no haber esperado a haber muerto yo mismo, porque el ejercicio de la lectura en ese caso se me hubiera dificultado hasta lo indecible... Comenté con ella alguno de aquellos episodios de su infancia. Mi
madre, como muchas personas, tiene una memoria extraordinaria para
sucesos de antaño, así que muchos episodios que aparecen en esas páginas de
hace cincuenta años aún hoy es capaz de recordarlos. Tal vez porque durante los
años los ha evocado o leído. Otros eran de ese tipo de recuerdos que no se
recuerdan porque no se olvidan, ya se sabe. La larga enfermedad que llevó a la muerte a su
hermano Paco con apenas cuarenta años, la vida de religiosa de su hermana
Aurelia, desavenencias cruciales con mi padre, etc. Otros detalles le
parecían extraños o no era capaz de reconocerlos, como es natural.
Ha escrito
sobre cada capítulo destacable de su vida, bueno o malo. Y lo sigue haciendo. Y
sigue repitiendo como hace veinte años “ya estoy cansada, esto es lo último que
escribo”; esas palabras las he debido de leer y escuchar decenas de veces y
nunca las cumple. Supongo que porque escribir la salva. Y sobre todo a día de
hoy que ella oye apenas y permanece la mayoría del tiempo absorta en su
mundo interior, sin ver la televisión (salvo las películas que ve junto a mi hermano Jorge) ni escuchar la radio ni participar en
conversaciones que no sean con Jorge, con algunas vecinas y allegados o con alguno de nosotros cuando
vamos a casa. Cuando hace tres años se rompió la cadera, tuvo que estar
ingresada un mes lejos de su casa en el Hospital de rehabilitación Virgen de la
Poveda en Villa del Prado. Escribir
poesías a las enfermeras era allí su mayor distracción hasta que le hacíamos la
visita. En sus cuadernos no solo hay poesías sino una especie de diario,
semanario o periódico personal. Alegrías, frustraciones, sucesos dramáticos de
la familia, la visita de unos, el viaje en verano de otros, eventos festivos,
penas que sobrevienen, episodios anodinos que cobran una significancia especial
por algún motivo, aunque sea solo el de salvarlo del olvido... Predomina el
verso sobre la prosa y resaltan como celebraciones caligráficas las frases
entre signos de exclamación. Redundantes signos dobles incluso. En mi casa
siempre se habló en voz muy alta y la suya era la más alta de todas aquellas
seis voces. Pero en muchas ocasiones mi madre muestra una faceta más rigurosa
que emotiva. Es puntillosa con los detalles y deja anotadas, por ejemplo, las
pautas diarias de una medicación, los platos que se degustaron en una reunión
familiar, la relación de personas que asistieron y sus palabras. Algunos de sus
cuadernos son algo más que palabras (de una cuidadísima caligrafía), son
álbumes ilustrados a todo olor y color, en algunas ocasiones son el mapamundi
de su universo: un texto que no se teje solo con palabras sino con ilustraciones
de su propia mano. Así, hay dibujos intercalados de sus hijos y de sus nietos,
suplementos marginales que se despliegan con algún secreto o con alguna
trivialidad que añade misterio, sus clásicos papeles con borde quemado y
pegados con pegamento de Noveprén (a eso huelen las páginas, pero también a
pomada y a jabón aromático), cientos de estampas de todo tipo, religiosas o
paganas, recortes a veces trillados y a veces insólitos, etiquetas de productos (quesitos en porciones, latas de conservas...),
folletos, publicitarios, prospectos de medicamentos, tiquets de una merienda en
el bar con Jorge y con los nietos …
Es muy entretenido ponerse a hojear algunos de sus libros porque literalmente son cajas-sorpresa. Descrito así como lo he hecho arriba no hace justicia a su intención, porque mientras yo transmito la imagen de un maremágnum o caos festivo de recuerdos, ella en sus anotaciones diarias quiere dar ordenada y detallada cuenta de que aquello sucedió, con su fecha, su qué, su quién o quiénes y, sobre todo, con sus porqués y para qué. Porque se explaya en datos y explicaciones. Y en cada rincón de esos libros puede uno demorarse con la misma curiosidad y cariño con que fueron puestos allí por las manos de Fe. Cuadra aquí muy bien cariño, tanto si proviene de "carecer, sentir nostalgia o añoranza" como si la palabra se originó en las manos (khéir), viendo ahora las de mi madre deformadas por la artrosis acariciando las hojas de su obra.
De modo que eso que para cualquiera que se le cuente podría ser una colección de estampas, adornos y florituras, sin embargo en su intención es el testimonio documentado de una autobiografía familiar. Seguramente sea mucho más que eso, porque biografía suena a acabado y ella es de las escritoras que prefieren tricotar a terminar jerseys. Su obra es más bien el rastro escrito de sus vivencias. Y algo más importante: a veces, muchas veces, escribe para ella misma, que es la escritura más honesta. De ahí que muchos de esos escritos dejen significados que solo se muestran entre líneas, amparados en objetos que adjuntó con Novoprén a aquella página, cargados a su vez con un simbolismo no muy claro quizá ni para ella misma. Siempre he escuchado decir orgullosa a mi madre que aquello era arte y que pocas personas se dedicaban a algo de tal sensibilidad. Y siempre me sonrojé un poco al escuchárselo. Hoy que escribo esto no tengo la menor duda que aquello era cierto, sin cegarme en esa consideración el amor de hijo. Precisamente ayer me mostró su penúltima creación, un sobre hecho cuidadosamente con el envoltorio rojo de una tableta de chocolate Las Tres Tazas y dentro había etiquetas de latas de atún, cartones que envolvieron potitos de fruta que regaló a mi hijo, una servilleta del Dunkin Donut… y en sus reversos ella había dejado las correspondientes anotaciones de fechas, protagonistas y otros datos recogidos con esmero. Mi madre ya no dice que aquello sea una obra de arte. Menos orgullosa que hace años, se ha referido al sobre rojo como un “capricho”. Por muchos motivos estoy seguro de que ese sobre es un tesoro. Pero más seguro estoy del carácter terapéutico que escribir y confeccionar sus papeles ha tenido siempre para mi madre, en su sentido más riguroso. Escribir la alivia y escribiendo atiende sus dolores, frustraciones e inquietudes. Y por supuesto sus satisfacciones, que no son pocas. Vive en su escribir y pone la vida en sus escritos.
Es muy entretenido ponerse a hojear algunos de sus libros porque literalmente son cajas-sorpresa. Descrito así como lo he hecho arriba no hace justicia a su intención, porque mientras yo transmito la imagen de un maremágnum o caos festivo de recuerdos, ella en sus anotaciones diarias quiere dar ordenada y detallada cuenta de que aquello sucedió, con su fecha, su qué, su quién o quiénes y, sobre todo, con sus porqués y para qué. Porque se explaya en datos y explicaciones. Y en cada rincón de esos libros puede uno demorarse con la misma curiosidad y cariño con que fueron puestos allí por las manos de Fe. Cuadra aquí muy bien cariño, tanto si proviene de "carecer, sentir nostalgia o añoranza" como si la palabra se originó en las manos (khéir), viendo ahora las de mi madre deformadas por la artrosis acariciando las hojas de su obra.
De modo que eso que para cualquiera que se le cuente podría ser una colección de estampas, adornos y florituras, sin embargo en su intención es el testimonio documentado de una autobiografía familiar. Seguramente sea mucho más que eso, porque biografía suena a acabado y ella es de las escritoras que prefieren tricotar a terminar jerseys. Su obra es más bien el rastro escrito de sus vivencias. Y algo más importante: a veces, muchas veces, escribe para ella misma, que es la escritura más honesta. De ahí que muchos de esos escritos dejen significados que solo se muestran entre líneas, amparados en objetos que adjuntó con Novoprén a aquella página, cargados a su vez con un simbolismo no muy claro quizá ni para ella misma. Siempre he escuchado decir orgullosa a mi madre que aquello era arte y que pocas personas se dedicaban a algo de tal sensibilidad. Y siempre me sonrojé un poco al escuchárselo. Hoy que escribo esto no tengo la menor duda que aquello era cierto, sin cegarme en esa consideración el amor de hijo. Precisamente ayer me mostró su penúltima creación, un sobre hecho cuidadosamente con el envoltorio rojo de una tableta de chocolate Las Tres Tazas y dentro había etiquetas de latas de atún, cartones que envolvieron potitos de fruta que regaló a mi hijo, una servilleta del Dunkin Donut… y en sus reversos ella había dejado las correspondientes anotaciones de fechas, protagonistas y otros datos recogidos con esmero. Mi madre ya no dice que aquello sea una obra de arte. Menos orgullosa que hace años, se ha referido al sobre rojo como un “capricho”. Por muchos motivos estoy seguro de que ese sobre es un tesoro. Pero más seguro estoy del carácter terapéutico que escribir y confeccionar sus papeles ha tenido siempre para mi madre, en su sentido más riguroso. Escribir la alivia y escribiendo atiende sus dolores, frustraciones e inquietudes. Y por supuesto sus satisfacciones, que no son pocas. Vive en su escribir y pone la vida en sus escritos.
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